viernes, agosto 08, 2008

Aquella presencia

No supe cómo ocurrió. De la nada aparecí, en un momento, y la luz se hizo ante mí. Comencé a sentir. Borrosas imágenes... algún color, alguna imagen. Angustia. Necesidad. Por vez primera llorar. Un hálito vital. El primero de mis latidos de forma independiente. El inicio de mi vida.

Llegué sin saber nada. Llegué sin sentir nada. Llegué un día cualquiera, en un lugar cualquiera, como un ser humano cualquiera. ¿Qué era lo que tenía ante mi? ¿Para qué estaba yo aquí? ¿Cuál era la razón de mi aparición a este mundo y de mi existencia?

Mi primera necesidad fue el alimento que debía mantener y hacer crecer ese envoltorio al que llaman cuerpo. El calostro de aquel hinchado pecho atendió aquella necesidad, y me aportó, además, las defensas necesarias para combatir a millones de microscópicos enemigos que atenazaban con malograr mi vida. Gracias a aquel pecho sobreviví los primeros años de mi vida.

Mi cuerpo crecía. Mi mente se abría. Mis ojos se abrían. Mi espíritu se abría.

A medida que crecía fui haciéndome más fuerte, más inteligente y más persona, aprendiendo a conocer aquel mundo que me rodeaba, a interactuar con él, según sus reglas y sus limitaciones.

No fue nada fácil, pues el hombre es un ser que tiende a complicarlo todo sin necesidad o por desconfianza.

De mi infancia, de repente, me tuve que enfrentar a una cruda realidad que hizo explotar la burbuja de mi inocencia. El mundo no era ese mundo fantástico donde todo el mundo te sonríe, juega contigo y te concede tus caprichos de buena fe. El mundo es cruel, salvaje, desconfiado, interesado, depredador, incomprensible, complejo, traicionero, voluble...

¿Por qué no me enseñaron en la escuela lo que en realidad debía aprender? ¿Por qué tanta matemáticas o ciencias, y nada de prepararme ante la vida? ¿Por qué no me enseñaron lo que en realidad iba a tener que vivir?

Me perdí en mi confusión. Los problemas empezaron a aparecer y a convertirse en la sombra de mi vida. Las preocupaciones axfisiaron mi espíritu. Mi vida había descendido a velocidad terminal hacia el infierno. Quería asirme a cualquier vestigio que pudiera hacer de paracaídas. Pero nadie me ayudaba. Nadie...

¿Por qué a mi? ¿Por qué ésto? ¿Qué he hecho yo?

Comencé a nadar contra una corriente antinatural. Cuantas más fuerzas dedicaba, menos avanzaba. Exhausto seguía intentando emerger de aquel espeso océano violento, y extraer una bocanada de aire vital. Pero no alcanzaba la superficie. No sabía dónde estaba la superficie. Mis fuerzas se agotaban, mi mente se embotaba, mis pulmones se encharcaban, mi corazón dejaba de latir. La vida se me escapaba.

¿A ésto se reducía la vida? ¿A ser embobados en nuestra infancia como a corderitos, y después llevarnos a un matadero? ¿Era posible que tuviera que morir sin conocer el amor, sin convertir en realidad mis sueños, sin saber lo que es en realidad una vida fuera del cine o de los libros?

Cuando todo parecía estar sentenciado, una fuerza me elevaba un poco más hacia la superficie. Y luego otro poco más. Y otro poco más. Apresuré las escasas fuerzas que me quedaban en aquella dirección, mientras aquella fuerza volvía a elevarme, más y más, hasta encontrar el aire que me faltaba y que me salvaba la vida.

Encontré el aire. Encontré un atisbo de luz. Encontré una razón para no dejarme vencer y sobrevivir. Y a medida que avanzaba hacia aquella luz, noté cómo crecía en mi interior una fuerza descomunal capaz de derrotar cualquier enemigo que ante mí se interpusiera. Me sentí más seguro de mi mismo. Comencé a crecer más y más. Comencé a entender mejor este estúpido juego de la vida. Comencé a jugar mis cartas y a ganar. Gané autoconfianza. Gané autoestima. Gané el amor de mi vida. Gané el amor de mis amigos. Gané el amor de muchas personas que empecé a conocer tras este peligroso bautismo. Gané respeto. Gané trabajo. Gané éxitos profesionales. Gané compañeros. Gané amigos. Gané proyectos. Gané objetivos. Gané nuevos retos. Gané nuevas lecciones. Gané una familia. Gané un hogar. Gané sabiduría. Gané la amistad y la lealtad de aquellas personas a las que ayudé. Gané la consecución de mis sueños. Gané la consecución de mi propia vida. Gané la felicidad. Gané...

Una presencia me acompañó en todo momento en mi vida, e incluso antes de mi existencia. Esa presencia me creó y me insufló el milagro de la vida. Esa presencia me gestó en su vientre durante nueve meses. Esa presencia me ofreció aquel pecho que me alimentó y me protegió. Esa presencia restó su propia vida para darme a mi un poco más de vida. Esa presencia sacrificó un poco de su propia felicidad para regalarme a mi un poco más de felicidad. Esa presencia me enseñó a hablar, a andar, a seguir las reglas marcadas en este mundo, a extraer de mi lo mejor de mi mismo, a equivocarme y a aprender yo mismo de mis errores, a atreverme a tomar mis propias decisiones aunque estuviesen equivocadas, a determinar mi propio destino por encima del que todos querían para mi; a ser yo mismo ante todo y sobre todo, único y auténtico; a amar, a ayudar desinteresadamente, a preocuparse por el prójimo, a priorizar a las personas sobre los intereses, el trabajo o los negocios; a encontrar el verdadero significado de la familia, a ser libre y dejar a los demás ser libres; a respetar, a ser solidarios, a empatizar, a autocrecer y automejorar uno mismo como persona; a no tirar la toalla en la más aciaga de las situaciones, y luchar hasta el final; a no intentar cambiar lo inevitable y a no intentar entender lo que es evidente e ininteligible, a entender que las cosas siempre suceden por algo aunque no lo sepas, a aceptar las cosas como vienen y seguir hacia adelante, a entender que las cosas que ocurren no necesitan ser explicadas, y que las explicaciones no cambian lo que ya ocurrió.

Esa presencia, a la que siempre me han hecho identificar como mi madre, me enseñó tantas cosas e hizo tantas cosas por mi, que aunque fuera inmortal, la eternidad entera no sería suficiente para agradecérselo. No sólo le debo mi vida, si no también lo que soy, lo que pienso, lo que siento, lo que hago...

Ella me dio la vida, y también me dio algo más importante: el sentido de vivir.

No hay nada, ni en éste ni en ningún otro mundo, que pueda regalarle comparable a lo que ella me regaló. Decirle “te quiero” no es suficiente. Tampoco decirle hasta la saciedad “gracias”. Estar con ella más a menudo, haciéndole compañía, escucharla más, reír con ella... no es suficiente. Lo único que puedo regalarle soy yo mismo mejorando este mundo ayudando a las personas, como a ella le gusta hacerlo.


Dedicado a aquella presencia: mi madre.


Rafael Hernampérez Martín

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