sábado, marzo 10, 2007

El corredor

Hoy sábado me he levantado a las siete de la mañana con el firme propósito de hacer un poco de deporte, tras tres semanas de contratiempos que me han impedido hacerlo de forma regular: lluvia, frío y una lesión dolorosa en las costillas.

Ha sido duro levantarse, vestirse el chándal y calzarse las deportivas. Toda la semana levantándome a las cinco y media y trabajando casi dieciséis horas diarias pasan factura a este limitado cuerpo, que necesita un buen descanso. Pero, pensándolo bien, mi cuerpo también necesita ejercicio.

Tras unos estiramientos, puse el cronómetro en marcha y me dispuse a correr con ritmo suave y sin pausa. El frío mañanero se caló hasta en los huesos. Mis manos se resintieron del frío, mis pulmones acusaron las bocanadas de frío aire que entraron pesadas por la boca. La nariz se llenó de mucosas, y la respiración se tornó difícil. Estaba asfixiándome.

A pesar del dolor y de esa agobiante sensación de asfixia, no detuve mis pasos ni mi ritmo. Esputé y continué hacia adelante.

La ciudad llegó a su fin. La acera acabó, y una carretera seguía hacia adelante, hacia un retirado polideportivo y hacia un gran parque. A mi izquierda, un descampado terminaba en un camino que se abría hacia un olvidado campo, lejos de la ciudad. Hacia ese camino dirigí mis pasos.

Mientras cruzaba el descampado, una china se metió en mi calzado, molestándome de forma insidiosa, causándome incluso dolor. Pero si me detenía ahora perdería el ritmo, y no me apatecía, para nada, volver andando, y menos con aquel feroz frío. Resignándome, omití el caso hacia la china, y seguí corriendo hasta que alcancé el camino. Éste era tortuoso, lleno de piedras y de baches, y, para colmo, rompía la tendencia de marcha llana, e incluso de cuesta abajo, que había disfrutado hasta el momento. Ahora se cernía ante mí un largo camino hacia arriba.

Hinché pecho y continué.

Pronto el camino hizo mella en mi dolorido cuerpo. El ritmo se hizo más lento, más pesado y cansino. La sensación de asfixia, que había sido calmada temporalmente, apareció con más fuerza que antes ante el sobreesfuerzo que aquella maldita inclinación requerida.

Las piedras del camino no acompañaban. Era imposible esquivarlas, y había que pisarlas para poder avanzar. Los baches eran molestos, y se hicieron tan numerosos que ya no se podían esquivar.

Tardé un poco en descubrir que uno debía ser uno con el camino, fundirse con él, no ir contra él. De esta forma, las piedras y mis pies eran uno, y dejaron de molestar. Dejé de evitar los baches, y aproveché sus formas como si fueran parte de mi naturaleza, recorriéndolos como si fueran el camino llano. Enseguida me adapté al camino y pude avanzar sin estos contratiempos.

Pero la elevación del camino parecía no tener fin, y al mirar hacia adelante llegué a desesperarme por no ver más que camino e inclinación. Y la marcha se hizo más pesada y preocupante, llegando a cansarme aún más, a dificultar más aún mi respiración y a sufrir fuertes dolores bajo el diafragma debido a un flato. Lo peor fue al doblar una curva, que me mostraba que el camino se hacía mucho más complicado, con muchas más curvas, con una inclinación mucho más pronunciada y con un piso mucho más tortuoso, lleno de pequeñas cárcavas.

Empecé a desesperarme. ¿Hasta cuándo iba a complicarse más el camino?. ¿Cuándo iba a acabar aquella pesadilla sin fin?. Estaba muy cansado y lo que mis ojos veían no me animaba mucho.

Pero ahora estaba en mitad de la nada, muy lejos de mi casa, con un frío poco amigo de la salud. Debía seguir corriendo o sucumbir a aquel maldito camino.

De repente algo se cruzó en mi camino que me sobresaltó. Era una perdiz, corriendo hacia el verde campo. En la dirección contraria, de donde había salido, se encontraba otra perdiz con sus polluelos, parados, observándome. Reparé en que era ésa la forma de perpetuar la especie: el sacrificio del padre o de la madre por el bien de las crías. Mientras el depredador seguía a este suicida, los pollos tenían una oportunidad de seguir con vida.

Me percaté de que estaba más pendiente de lamentarme por la dificultad del camino que de disfrutar del mismo. Era una mañana de marzo, y el campo estaba verde por las recientes lluvias, lleno de flores y de almendros en flor. La belleza del paisaje se me reveló de repente, aunque había estado allí siempre, sin haberme dado cuenta. Y mientras disfrutaba del viaje, el camino se hizo más placentero a pesar de ser más complicado y tortuoso. Disfruté de aquella carrera y de aquella cuesta, la cual, paso a paso, iba yo devorando, no ella a mí, hasta que conseguí llegar a la cima.

Y obtuve una grata recompensa: un precioso amanecer sobre la ciudad de Móstoles. Ahí estaba yo, en mitad de un campo, lejos del mundanal ruido. Un campo hermoso tocado por la magia de la primavera. Tras este campo se alzaba, como montañas de ladrillo y hormigón, los edificios de la ciudad. Sobre ésta, el sol salía tímidamente, tiñendo de rojo y naranja las pocas nubes que en el cielo levitaban. Una foto inolvidable que representa la paz y la felicidad de un alma luchadora.

Me emborraché de esa imagen mientras seguía corriendo, y me di cuenta de que ya no me asfixiaba, que no tenía frío, que el flato que me torturaba y me hacía daño bajo el diafragma había desaparecido. Ahora corría de forma natural, como si todas aquellas dificultades nunca hubieran existido.

De repente, otro corredor me adelantó. Llevaba un ritmo muy superior al mío. Tenía diez o quince kilos menos que yo, y también diez o quince años más que yo. Y en él vi a alguien que había conseguido vencer las dificultades del camino mil y una veces, y que estaba mucho mejor preparado debido a su experiencia y constancia. Vi en él el modelo de corredor que me gustaría llegar a ser.

Le seguí a distancia, aunque no podía seguir su frenético ritmo.

El camino llegó a una bifurcación. Una de ellas llevaba a otro camino que se alargaba internamente en el campo hacia la ciudad. La otra, en breve, llegaría a la antigua carretera de Extremadura y a los primeros edificios de Móstoles. El otro corredor optó por este camino. Le seguí. A cincuenta metros llegamos a la carretera. El otro corredor la cruzó y eligió otro camino que se alejaba de la ciudad en dirección contraria.

Yo elegí el camino que me acercaba a la ciudad. Ya había corrido bastante y no era necesario dar más de lo que mi cuerpo podía llegar a dar. Ya había roto los primeros límites por hoy, y no quería abusar de esta sensación de poder. Ese poder que da el saber que puedes superar cuanto te propongas.

Seguí corriendo por una acera que rodea un polígono, lleno de cuestas. Pero ahora ya no estaba cansado, ni me asfixiaba y creo que podía haber llegado a correr otra media hora más. Esa sensación de euforia por el éxito levantó mi mermada autoestima, y concluí mi carrera cerca de casa.



La vida es un viaje maravilloso, lleno de aventuras y de dificultades. Tú mente puede hacer de ese viaje una experiencia maravillosa o la peor de tus pesadillas. Puedes optar por sentirte pequeño ante el camino y dejarte vencer por el miedo o por el tedio, o bien andar y coronar la cima, disfrutando del paisaje mientras sorteas las piedras, los baches y las cárcavas.

En ese maravilloso viaje que es la vida puedes elegir qué camino usar y dirigir tus pasos a un destino de tu elección, con la actitud y la determinación suficientes para vencer las dificultades, además de ser uno con el camino, de adaptarte al camino y no al revés. Eres libre de elegir qué camino tus pies poner a andar, de elegir el destino de tu viaje.

Los obstáculos y las dificultades son los mejores maestros que la vida puede ofrecerte. No los evites ni te asuste sufrir por ellos. Sus lecciones, aunque duras, perduran siempre y te ayudarán a sortear las peores vicisitudes que podrás encontrar más adelante.

Al final, el esfuerzo siempre tiene su recompensa. La vida, amigo mío, recompensa siempre a áquel que se ha esforzado, que valorará con gratitud cualquier pequeño premio. Aquel que recibe recompensas sin sufrimiento, no estimará las dádivas y éstas caerán pronto en el olvido.

A veces las circunstancias pueden sobrepasarte e incluso desesperarte, pero ninguna montaña ha sido imbatible, ni ninguna torre ha sido invencible, ni ningún desafío ha sido imposible de realizar cuando la determinación y la constancia de un hombre han sido superiores al propio hombre, ya que la actitud y la firmeza de un hombre pueden llegar a no tener límites.


Dedicado a

* Nerea, una preciosa hija de cinco años, a la que espero este relato ayude cuando el camino se vuelva difícil.
* Esperanza Conesa, una corredora infatigable cuya determinación para vencer a la muerte le ha llevado a disfrutar de un maravilloso camino.
* Esperanza, mi amiga gallega que pinta con genialidad y sentimiento, que ha sabido utilizar las dificultades del camino en su favor.
* Carmen, de Barcelona, con quien disfruto en mi propio camino, gracias a sus comentarios y sus opiniones, que son de gran ayuda y consuelo.


Rafael hernampérez

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