miércoles, febrero 14, 2007

La sabiduría infantil

Hoy, 14 de febrero de 2007, ha sido un día tanto peculiar y curioso. Comenzó el día muy frío y con aire. Siguió lluvioso y, terminó cálido y soleado.

A las 8:30, mi hija Nerea entró en quirófano para ser intervenida quirúrgicamente de amígdalas, vegetaciones y oídos.

A las 11:00 fui reclamado para entrar en la unidad de cuidados y observación. Allí estaba Nerea, pequeña, delicada, frágil, despertando de una pesada anestesia, que la puso de un humor torpe y furioso, despotricando contra médicos y enfermeros, quejándose de dolores y golpeando contra todo, lo que provocó que cuatro enfermeras se preguntaran cómo calmar a aquella fierecilla.

Tras media hora de luchas vanales, por fin se calmó al ir remitiendo los efectos de la anestesia.

Al poco tiempo pusieron a su lado otra cama con una niña de su edad a la que habían operado de oídos. Y esta niña, que había sido operada antes, y que había despertado hacía ya rato, tuvo un ataque de enfado.

Nunca terminaré de acostumbrarme a un hospital. Uno sufre muchos nervios, se siente incómodo, cansado y ve pasar el tiempo muy despacio en mitad del sufrimiento. Además, soy bastante empático, y me pongo en el lugar del enfermo, de lo que puede pasar por su mente en esos momentos.

Y ocurrió un milagro, al menos para el mundo de los adultos: aquel lugar de dolor y sufrimiento se convirtió en un lugar de recreo y de diversión.

Alba, que así se llamaba la otra niña, compartió sus pinturas con Nerea. Cada una, en su propia cama, comenzaron una creativa tarea de pintar lo que su imaginación emanaba: brujas, casas, niños, princesas, coches, pájaros...

Más tarde, las dos compartieron sus propios peluches, y terminaron jugando con un guante que le dieron a Nerea a modo de globo, en el que pintaron, graciosamente, una cara. Terminaron, incluso, saltando en las camas.

Aquel aburrido hospital cobró un vigor inusual ante las risas inocentes de dos niñas de cuatro años, que eran felices tras una dolorosa operación. Lo mejor de todo es que todos los enfermos adultos presentes en aquella unidad sonreían a pesar de sus dolencias ante aquellas risas. Era como si rejuvenecieran. Y los acompañantes también sonreían a pesar de no ver a las dos niñas en su habitación, comentando entre susurros cosas divertidas y anecdóticas sobre aquel increíble suceso.

A las 19:00 pasó el otorrinolaringólogo para revisar el estado de las niñas, y les dió el alta. Las enfermeras les quitaban las vías y les suministraban una gasa con un esparadrapo, y sus madres las vestían. Mientras tanto, las enfermeras comentaban que aquellas niñas eran una bendición, que eran muy buenas, y que ojalá todos los días pudieran contar con niñas como aquellas revolucionando aquel decrépito, aburrido, tedioso y doloroso lugar.

Y tanto Alba como Nerea salieron riendo de la habitación, jugando entre ellas. En la salida del hospital se despidieron como si fueran primas o amigas de toda la vida.

Este suceso me ha hecho reflexionar sobre lo tontos que somos los adultos y lo sabios que son los niños.

Los adultos tendemos a complicar en exceso las cosas, y por ello hacemos nuestras vidas insoportables y desdichadas.

Los niños no le buscan tres pies al gato, ni desconfían, ni piensan en lo malo de las cosas. Todo lo contrario: quieren que las cosas sean buenas, y por pensar en que son buenas, obran como si lo fueran, y al final las cosas se convierten en buenas. No desconfían. Hay confianza. Y en esa confianza brota un camino llano que facilita que las cosas sucedan sin impedimentos.

Antiguamente, las cosas funcionaban así. Por lo menos, en los pueblos, donde antiguamente los tratos se hacían verbalmente y con entusiasmo. Y en ese entusiasmo y confianza se construían las sólidas bases para que los tratos se realizaran y cumplieran sin ningún inconveniente. Eso lo hemos perdido, al igual que todo lo que hacemos en la vida diaria. En la desconfianza, y en pensar en multitud de cosas negativas sobre algo, sobre un futuro en el que no tenemos fe, izamos acciones protectoras, acciones de defensa, y levantamos obstáculos que impiden que las cosas se desarrollen de la mejor manera.

Hoy he aprendido una lección muy grande de dos nilñas de cuatro años. No quiero olvidarla jamás.


Rafael Hernampérez

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