sábado, septiembre 16, 2006

La autopista


Son las siete de la mañana de un sábado cualquiera. He tenido una semana de trabajo muy intensa, en la que apenas he podido dormir un poco, y donde he tenido, sin poder evitarlo, que traerme el trabajo a casa.

Acabo de despertarme de un sueño. Podía haber vuelto a cerrar los ojos y dormir un poco más, disfrutando de ese merecido descanso. Pero algo de ese sueño me ha puesto eufórico, y me ha revelado algo muy importante.

Conducía mi coche a una gran velocidad por una autopista interminable. Mi mujer y mi hija pequeña iban en el asiento trasero. Muchas veces me hablaban, pero la música de la radio o mi concentración al volante me impedían escucharlas, a pesar de oír lejanamente su voz.

A veces, algún amigo se sentaba junto a mi asiento, y disfrutábamos contando alguna historia o de alguna interesante conversación, sin detener el coche.

Otras veces, estaba yo solo en mi coche, en mitad de un atasco en la autopista, concentrándome en mis problemas. Muchos de estos atascos eran debidos a accidentes de otros conductores. La mayoría de estos accidentes eran golpes tontos, pero que ocasionaban muchos problemas de circulación, y todos los conductores los veíamos como molestias, pasando por delante, a veces sin prestarles atención, y otras maldiciéndoles.

Otros accidentes eran trágicos y sobrecogedores, con un final grave o mortal para los ocupantes del vehículo. La mayor parte de las veces pasaba de largo, mirando con curiosidad o con un hilo de pena muy pequeña por aquellos desgraciados. A los pocos metros de sobrepasar el lugar del accidente ya no había atasco, por lo que empezaba a aumentar drásticamente mi velocidad nuevamente, olvidándome del reciente accidente, de sus víctimas y de la causa que lo provocó.

Un día tuve que salir de la autopista para repostar gasolina, y descubrí que era una carretera comarcal, llena de curvas. Conducía más despacio, admirando un paisaje bello e indómito. Bajé las ventanillas. Sentí el aire puro entrar en mi viciado y maloliente coche. Olía a eucalipto y a pino. Apagué la radio. El canto de los pájaros y de las cigarras eran música celestial. Ahora podía oír y escuchar nítidamente a mis pasajeros. Reduje aún más la marcha de mi coche.

Llegué a una gasolinera situada en un pequeño pueblo en lo alto de una montaña. Reposté. Pero en lugar de dejar inmediatamente la gasolinera, aparqué en un lugar libre de la misma. Salimos todos del coche, estirando las piernas. Allí había un mirador, desde el cual se podía contemplar un hermoso cuadro: un increíble valle rodeado por varias montañas, cubierto por un verde manto de árboles que impedían ver el suelo del que se alzaban. Un río cruzaba aquel precioso valle, reflejando en sus cristalinas aguas el azul del cielo y el verde las hojas. En algunos puntos del paisaje se podían ver algunas aldeas, como extrañas curiosidades de algo puesto a capricho en un lugar que no les corresponde. Una ardilla bajó de un árbol, y corriendo sobre la repisa del mirador recogió algo del suelo, y subió a otro árbol, mirándonos con curiosidad.

Sentí una paz interior indescriptible. Mi espíritu se sentía muy liviano, como si hubiese tenido que soportar una carga pesadísima y axfisiante durante mucho tiempo y, de repente, esa carga ya no existiera. Podía respirar mucho mejor, un aire fresco y puro, que inundaba mis pulmones y se distribuía fresco, a través de todas mis venas, por el resto de mi cuerpo. Todas mis preocupaciones y mis problemas desaparecieron de repente, liberando mi atormentada mente y, con ésta, consecuentemente, liberando también mi atormentada alma.

Allí estaba mi familia y todos mis amigos. Disfrutábamos de aquel remanso de paz en aquel lugar que siempre había estado allí, pero que estaba olvidado por todos.

Disfruté de aquella paz durante un buen rato, sin prisas, sin reloj, sin importarme lo que después aconteciera a pesar de mi apretada agenda, la cual prefería olvidar. Quería estar otro rato más, cargando mis pilas con aquella energía revitalizante. Pero debía continuar el viaje, cosa que me entristeció bastante.

Me dirigí a mi coche. Pero esta vez me di cuenta de que mi coche era diferente. Me detuve para observarlo e intentar descubrir qué era lo que había pasado por alto. Era el mismo coche, pero algo tenía diferente. O quizá lo diferente era yo y no era capaz de saber qué.

Entonces lo descubrí y me increpé a mí mismo por mi estupidez, y por no haberme dado cuenta durante tanto tiempo: mi coche era, en realidad, mi propia vida.

Conducimos nuestro coche, nuestra vida, a gran velocidad y sin control por una autopista, expuestos, constantemente, a graves accidentes. En esa autopista se concentran numerosas vidas que, como la nuestra, viajan muy deprisa, y a las que vemos como simples puntos de referencia a las que hay que adelantar o a las que vemos perderse en nuestro espejo retrovisor o delante de nosotros. Esas vidas van en nuestro mismo sentido, y, tarde o temprano, tomarán distintas direcciones, por mucho que nos empeñemos en acompañarlas, porque su punto de destino es diferente. Es muy posible que nunca más volvamos a ver a esa vida, aunque también es posible volver a encontrarlas en el lugar y en el momento más inesperados.

Conducimos nuestra vida por la autopista, el lugar más rápido y cómodo, el camino que elige la mayoría. Y en esa conducción no prestamos más atención que a nuestro volante y al pedazo de carretera que abarcamos a apenas pocos metros y a gran velocidad, olvidándonos por completo de nuestros pasajeros y de que existen otras vidas conduciendo por nuestra misma autopista, vidas tan interesantes o más que nuestra propia vida. Vidas con un pasado, un presente y un futuro. Vidas que a veces se quedan averiadas y que necesitan de una reparación. Vidas que se quedan paradas en la cuneta de esa autovía, desesperadas porque nadie se detiene para ayudarlas, aunque sea con un poco de compañía para pasar el miedo y la frustración, de no sentirse solos ahí tirados en la cuneta, mientras el resto de vidas pasan a gran velocidad sin prestarles un poco de atención. Vidas que se dan cuenta que cualquier vida, incluida la suya misma, puede averiarse o sufrir un accidente, que es vulnerable en cualquier momento y en cualquier lugar. Vidas que se asustan al ver pasar a velocidades meteóricas a otras vidas que sólo están apoyadas en el suelo por cuatro puntos apenas superiores al tamaño de un puño, y que de milagro se mantienen unidos al suelo.

Y en esa rapidez y comodidad, olvidamos que existen más cosas aparte de esa autopista cargada de carriles y grandes rectas, cuyas curvas apenas se aprecian. Existen muchos más lugares más allá de las cunetas y de sus márgenes. Y en esos “extraños” lugares existen otras personas y otras cosas interesantes e importantes, y nuestra naturaleza está, precisamente, ligada a esos lugares, y que cuando llegamos a esos lugares, nuestra vida se identifica inmediatamente y se empatiza con esa paz y esa energía positiva que esos lugares ofrecen.

La calidad de nuestra vida depende de estos lugares pacíficos que nos unen a un ente superior que es la Naturaleza, de la cual somos parte. Es en la quietud donde encontraremos la paz que necesitamos para continuar nuestro camino reduciendo los riesgos y los peligros. Es necesario detenernos cada día en esas gasolineras y repostar nuestro vehículo “vida” con la paz del lugar, con esa energía natural que mantendrá a nuestro vehículo “vida” sano, fuerte y preparado.

Las autopistas apartan, aíslan y alejan pueblos, gentes y lugares naturales. Las autopistas son las vías más rápidas para llegar a ciertos lugares, pero a la vez son las más inhumanas, antinaturales, peligrosas y lentas para alcanzar nuestro verdadero destino final: la felicidad y la paz internas.

Hubo una vida que en su día me dijo: “más vale perder un minuto en la vida, que perder la vida en un minuto”.


Rafael Hernampérez

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