sábado, septiembre 30, 2006

El barco y el puerto


A lo largo de mi vida he navegado sin rumbo, sin brújula y merced a los vientos. A veces no encontré lo que buscaba. Otras veces no busqué lo que encontraba. Caprichoso era el destino, y cada día sentía una aciaga incertidumbre en mi alma, un sentimiento de creer que todo escapaba a mi control, como una pluma volteada por el viento, o arrastrada por la corriente de un río.

Pero a lo largo de esta vida he comprendido que nada ocurre por azar, que la casualidad no existe, que la suerte no existe. Todo tiene una relación, y que todo lo que ocurre tiene una causa, aunque no llegue a conocerla ni a entenderla.

Quien espera sin hacer nada en la vida, no debe quejarse de lo que ocurra, porque con su pasividad así lo está permitiendo.

En nuestras manos está el poder de actuar y cambiar muchas cosas. Y aquellas cosas que no podemos cambiar, por lo menos aceptarlas como vienen y mejorar nuestra vida aprendiendo de ellas y preparándose para su regreso.

Cada día me levanto sin dudar de todo aquello que me ha ocurrido, porque, en el fondo, yo soy actor de ese escenario, y mi papel tiene sentido en el lugar y en el momento, aunque yo mismo no lo sepa. No trato de comprenderlo ni de perder el tiempo estrellándome contra ese invisible muro que no puedo derribar. Por el contrario, acepto mi lugar, mi situación, las circunstancias. Me adapto y procuro, con ánimo en mi alma, seguir adelante gracias a esa situación, porque todo, aunque no lo creas y esté contra ti, en realidad te está ayudando y haciéndote un favor, y esas limitaciones te ayudarán a superarte a ti mismo. Cada problema, aunque no lo creas, es un reto, una oportunidad, una caja negra que no debes temer, porque dentro siempre hay un gran tesoro: un tesoro que no es material, si no espiritual. Un tesoro que requiere un poco de sacrificio y de voluntad por tu parte. Un tesoro solamente accesible para aquellos que se atreven a aceptar el reto, por aciagas, infames y ruines sean las circunstancias.

Mi barco tiene una brújula, y tiene un rumbo. Navego hacia mi destino, sin preocuparme del tiempo ni de los acontecimientos. Cuando algo ocurre, cuando la brújula deja de funcionar, cuando el tiempo me depara tempestades, no me paro a pensar "por qué" ni "cómo", y aún menos "si hubiera". Cojo el timón de mi barco y llevo el barco fuera de los acantilados en busca de un puerto cercano. Puede que no sea el destino que había programado o buscado, pero sí es el destino que tengo a mi alcance. Mañana, una vez que los rayos del sol entre por la ventana de mi camarote, veré cuán lejos me he alejado y volveré alegremente a poner rumbo hacia mi destino.

Rafael Hernampérez

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