domingo, junio 11, 2006

Tener pies

La adolescencia es un período díficil en el que todos caemos en un torbellino de dudas y revelaciones, en el que bruscamente despertamos de un feliz sueño que es la infancia, en una cruenta realidad plagada de enemigos, problemas y sinrazones.

A la edad de 19 años me encontraba prestando el servicio militar, y al mismo tiempo forjándome unos estudios para preparar mi carrera profesional. Era un período de crisis de personalidad y con algunos problemas que me estaban marcando profundamente.

Llevaba varios años de disputas con mi padre. Él tenía un restaurante y quiso que yo heredase el negocio familiar. Pero yo no quería una vida esclavizada, y aún menos por el capricho de mi progenitor. Yo quería otra vida, pero mi padre no quiso entenderme, ni quiso apoyarme en mi decisión. Aquel rencor le llevó a quitarme la palabra, incluso a negarse a mi manutención mientras no tuviera trabajo. Incluso se negó a despedirse de mi cuando tuve que marcharme para incorporarme a filas.

Por otro lado, tuve la gran oportunidad de conocer el amor de una alegre y vivaz muchacha, con la que compartí gratos y felices momentos. Este amor fue intenso y fugaz, como las Perseidas, o estrellas fugaces que en Agosto parecen caerse del firmamento. Un buen día, de forma inexplicable, ella quiso dejar nuestra relación sin ningún motivo.

Aquellos dos factores me llevaron a la deriva en mitad de una tempestad en el mar de la vida. Mi barco no tenía rumbo, no tenía timón y, lo peor de todo, permanecía impasible en el puente de mando, observando cómo mi barco estaba empezando a ser engullido sin piedad por un aciago remolino, mientras el viento y los rayos azotaban su casco.

Las preocupaciones invadieron mi mente. Millones de veces me preguntaba: "¿por qué?. ¿Por qué a mi?. ¿En qué me he equivocado?. ¿Es culpa mía?. ¿Qué he hecho yo para merecerme ésto?. ¿Qué hubiera ocurrido si...?. ¿Y si hubiera hecho ésto o lo otro?".

Imaginaba infinitas maneras de cambiar lo que me estaba ocurriendo. Quería cambiarlo cambiando el pasado. Insistía constantemente en imaginar todas las situaciones posibles, toda la combinatoria imaginable, para cambiar mi pasado, y ver cómo sería mi presente ahora y mi futuro.

Durante un tiempo me dejé llevar por estas ilusiones. Incluso me llegué a tirar tardes vigilando el portal de mi ex-novia, con el fin de pillarla en brazos de otro hombre, y montar la mayor de las peleas, con violencia incluída, para dar así descanso a mi atormentada alma al justificar mi inocencia.

En otras ocasiones, estuve a punto de plantarme delante de mi padre y ponerme al mando del negocio, dejando mis estudios, y sacrificar mi futuro sólo por tenerle satisfecho. O, lo que es peor, renegar de él en público y hacerle daño publicando todas aquellas cosas terribles que me hizo en la niñez.

Encontré en la bebida un falso amigo que me hiciera olvidar todos mis males. A veces también lo busqué en la marihuana. Incluso en varias ocasiones estuve a punto de cometer la peor de las resoluciones: el suicidio.

Una tarde, mientras regresaba del cuartel, andaba por la calle entregado a mis atormentadas fantasías. Estaba culpándome de todo, y culpando a todos de todo. Sufría por el dolor de las heridas de mi alma cuando algo me hizo detenerme en mitad de la calle con el petate sobre mis hombros. El tiempo se detuvo, el sonido también, y todo parecía que se ralentizaba. Fue como si de entre una estática fotografía en blanco y negro apareciese un elemento dinámico en color, y que allá por donde pasara en la fotografía se pintara con alegres y vivaces colores.

A unos cincuenta metros de mi aparecieron dos figuras singulares. Dos jóvenes de más o menos mi edad. Ambos iban por la mitad de la estrecha calle, sin importar si venían o no vehículos. La calle era de un único sentido, y en aquel momento parecía que la habían cortado precisamente para que ellos la utilizaran. Ambos muchachos reían como si el mundo no existiera para ellos, como si los problemas no estuvieran allí. En sus miradas no vi vestigio alguno de preocupaciones, ni de problemas, ni de dolor, ni de pena. Sólo vi felicidad y alegría en estado puro.

Lo más sorprendente de todo es que allí por donde pasaban parecía que el mundo se teñía de color y empezaba a moverse.

Pero lo mejor de todo lo he dejado para el final: el más alegre de los dos estaba postrado en una silla de ruedas.

Así fue como yo, paralizado, vi acercarse a estos dos muchachos, que reían y bromeaban, mientras a su paso todo parecía cobrar color y movimiento. Pasaron junto a mi, sin poder moverme. En el momento que me rebasaron me di la vuelta, y me quedé observándoles hasta que les perdí de vista.

Mi cerebro estaba perplejo. No pude explicarme lo que mi mente empezaba a sacar de su letargo. Ahí estaba yo, un patético egoísta que pensaba que era el centro del Universo, y que mis problemas eran lo más importante de todo. Un estúpido que tenía dos pies para andar, correr, brincar, bailar... Y cuando vi a aquel muchacho parapléjico, encadenado de por vida a su silla de ruedas, y, sin embargo, el ser más feliz del planeta, me sentí fatal. No sabría describir aquella situación. No creo que existan palabras en el diccionario para expresar ese sentimiento.

Sólo sé que aquel muchacho fue como un ruiseñor que canta en la oscuridad próxima al amanecer, en un bosque en silencio, y que a partir de ese momento todo empieza a tener luz y a cobrar vida, y que todos los seres del bosque comienzan a cantar de alegría para recibir ese nuevo día.

Aquel instante, que pareció una hora, cambió por completo mi vida. Dejé de culparme y de culpar. Dejé de imaginar situaciones estúpidas. Dejé de pensar en el pasado y en posibles futuros. Empecé a tener una actitud positiva, mirando sólo el instante actual, que es lo único que realmente existe, e intentar ser feliz con el aquí y ahora. Descubrí que las heridas de mi alma me las infligí yo mismo, y que, neciamente, me las infligía para liberar mi culpabilidad e intentar huir de mis problemas y de mi dolor. Descubrí que mi mente era un microscopio de alta graduación, que exageraba esas insignificantes bacterias llamadas problemas, y las convertía del tamaño de un rascacielos.

Mis heridas sanaron de repente. La pesada carga que estaba llevando se liberó. Empecé a andar livianamente en la vida. Mi corazón comenzó a latir nuevamente con brío y energía. Todo comenzó a tener color y sentido.

Han pasado casi veinte años desde aquel revelador encuentro. Durante un tiempo estuve viendo a aquella salvadora pareja, riendo y cantando en un parque muy cercano, con un grupo numeroso de jóvenes. Cada vez que veía a esta pareja mi corazón palpitaba de nuevo, y una sonrisa se dibujaba en mi rostro. Durante estos años, cuando he tenido algún problema, he recordado aquel increíble instante. A veces con una lágrima y una sonrisa.

Muchas veces estuve a punto de irrumpir en ese círculo e intentar ser su amigo, o dedicarles unas palabras de agradecimiento. Pero nunca lo hice. Era mejor así. Disfrutar en la distancia y en mi interior aquella felicidad contagiosa era lo mejor que pudo pasarme. No quise descubrir el truco de ese misterioso hechizo. Era mejor así.

Hace unos pocos años dejé de ver a esa extraña pareja, aunque no al grupo, cada vez menor, de amigos en el mismo parque. Supongo que los avatares de la vida les ha llevado a conocer el amor, a casarse, a vivir en otro lugar, a formar una familia.

Sé que allá donde estén la felicidad es eterna e inagotable.

Tiempo después de aquel instante encontré un viejo proverbio que lo resume: estaba furioso por no tener zapatos hasta que encontré a un hombre que no tenía pies.

No hay comentarios: